El otoño ha regresado a Vigata con algunas sorpresas. Mimí Augello, el brazo derecho del comisario Salvo Montalbano, ha tirado la toalla y está a punto de casarse. Mientras tanto, después de una serie de desgraciados incidentes, consecuencia de una falta de interés flagrante en el objeto de la discordia, el suéter que Livia regaló a Montalbano ha quedado reducido a un tamaño infantil, lo que desata una furiosa reprimenda fundamentada en la eterna y archiconocida teoría psicoanalítica. En resumen, todo apunta hacia una realidad insoslayable: el tiempo transcurre sin piedad ni descanso y las cosas ya no son como eran. Cruda verdad que se demuestra también por el hecho de que las huellas de sus investigaciones anteriores van aflorando aquí y allá, teñidas con el color de la añoranza. Y sin embargo, como la vida hay que vivirla, Montalbano ya está de nuevo husmeando en un caso extraño, tan anómalo como que el cadáver aún no ha aparecido, mientras «un olor a fruta podrida, a cosas que se desintegran» inunda el ambiente del pueblo. A pesar de no llevar directamente las investigaciones, la curiosidad irrefrenable del comisario y su innato sentido de la sospecha lo inducen a inmiscuirse en asuntos ajenos: un financiero y su ayudante, tras desvalijar a medio pueblo y alrededores, han desaparecido. La incógnita podría explicarse como una vulgar fuga con el botín sustraído a las numerosas almas crédulas de la euforia de la bolsa, pero otra bastante más atroz parece imponerse. En cualquier caso, a estos enigmas se aboca Montalbano con esa falta de prejuicios y esa lógica tan particular que tanta admiración despierta. En la medida en que su habilidad y su afán de justicia le permitan llegar hasta la verdad, podrá entonces decirse «que el olor de la noche había cambiado: era un perfume fresco y ligero, un perfume de hierba tierna, de verbena y albahaca».
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